Tal como un exnovio que no ha comprendido del todo la ruptura y no ha logrado hacerse a una nueva vida, Álvaro Uribe sigue empecinado en mostrar que Colombia no es nada sin él. Su orgullo, ese que demuestra incesantemente a través del Twitter, le hace creer que quien lo sucedió en la Presidencia merece todas las críticas posibles porque no es como él.
Que las Farc por allí, que narcoterroristas por allá, que Andrés Felipe Arias y Agro Ingreso Seguro acullá… No hay un día en el que Uribe no se manifieste y señale, como es propio del expresidente de marras, que los errores que ahora se conocen e investigan no son de su gestión. Aceptar los errores del pasado sería declarar automáticamente su muerte política. Él está vivo... y tuitiando.
Un miedo terrible a una inexistente conspiración contra el capataz salgareño y sus obtusos seguidores es lo que Uribe demuestra cada vez que trina. Pobre. Debe sentirse la soledad cuando semejante popularidad queda desdibujada con cada traza de ira que su dedo incriminador dibuja en el aire.
Debe arder el corazón cuando el nuevo novio desnuda, así sea a regañadientes, los abusos que cometía su predecesor. Debe sentirse turbación cuando van cayendo los múltiples y espurios celestinos de una relación impía.
Más que trinos de ardor, Uribe debería dedicarse a elaborar su duelo por cuenta de poemas en los que su imaginación –grande a la hora de desvirtuar y recrear nuevas realidades a través de un dominio mañoso de la semántica- se evada de la congoja que causa ver el amor de toda una vida irse, satisfecha, con otro quien por amarla no la golpea.
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